Manuel Martínez Morote (profesor de Geografía e Historia)
Por vísperas del arcángel San Miguel, van tomando, los membrillos, color definitivo. Por esas fechas se doblan las ramas del membrillero de tanto peso, y como son de poca correa, alguna acaba quebrada para desgracia del primoroso hortelano que las cuida, y del propio árbol. Ha visto el membrillero tantas cosas, recuerda tantas flores; las cosquillas de las abejas, el ardor de los sesteros de julio y agosto, el viento que péndula de una copa a otra…
Por San Miguel arcángel, mientras el mundo parece desmoronarse, el otoño recién nacido es verano todavía. Hay tanta luz, que los membrillos son como girasoles de carne luminosa. Cerca, también los granados buscan su segundo o tercer esplendor, después de las primaveras preñadas de flores rojas; granadas rosáceas, sienas, algunas marrones porque el sol las quemó alguna tarde del estío terrible.
Por esas fechas ya están los alumnos sentados en aulas que son como hornos inmisericordes. Yo, que llevo ya algunos años comenzando y concluyendo cursos, siempre he pensado que desde mis asignaturas – historia del arte, geografía, historia- podría explicar una parte esencial de lo que somos como personas, que la fortuna de poder enseñar podría provocar sentimientos
profundos en los alumnos y generar empatías fraternales.
He constatado, desde hace ya algún tiempo, que el desfase generacional es una sima cada vez más profunda, que la inmediatez elevada a necesidad vital de los adolescentes y jóvenes de hoy – siempre es injusto generalizar, lo sé- los destierra del silencio, de la naturaleza, que las pantallas y las redes sociales han ido absorbiendo voluntades de manera feroz e implacable, y que muchos desprecian orgullosos lo que a mí me emociona y estremece.
Qué distinta sería esta realidad si, de vez en cuando, la geografía no quedase encerrada en un espacio de cincuenta metros cuadrados y treinta y tantas mesas, si se pudiese conocer la montaña en la montaña y el agua en las acequias y azarbes soterrados por el progreso. Qué diferente verían estas criaturas incipientes el mundo si personas que sufren les contasen ellas mismas sus penas y sus llantos, si pudiesen abrazar la piedra sobre la que descansaron
sus tatarabuelos y respirar su memoria con la devoción que se merecen los muertos.
Mientras el mundo se desmorona de nuevo, mientras la falta global de perspectiva histórica puede que nos empuje otra vez al abismo, que nos fagocite, no se me ocurre mejor opción que seguir enseñando, proclamar el valor de los versos y la música, la sanación por la ciencia y la filosofía, por el hecho escrito en el papel como prueba de lo que fuimos capaces de perpetrar
en las noches más oscuras del tiempo.
En esta emboscada nos encontramos, en este cruce de caminos, entre viejos desmemoriados y jóvenes sin historia. Cada año, cada mes, cada día es la hora de entender el sentido de la vida, no hay descanso en esta encrucijada mientras se sigan arrasando los bosques y colmando de plásticos los océanos, mientras se sigan extinguiendo especies y paisajes y se mitifiquen las guerras, se relativice el dolor y se justifiquen las injusticias; mientras en cualquier parte
del planeta se masacren a inocentes y los niños vivan y mueran desamparados.
Por San Miguel, antes, las golondrinas se reunían sobre los cables de los tendidos eléctricos para piar sobre viajes de ida y de vuelta. Las viejas y las jóvenes escuchando quién sabe qué cosas del viento, qué historias de las veredas del cielo. Los mirlos, apurando las uvas más tardías, empezaban a dar cuenta de las primeras olivas que maduraban. Cada año hay menos
golondrinas y menos mirlos, solo hay más calor, más estío a destiempo.
Por San Miguel, en el veranico de los membrillos, se va yendo la golondrina y regresando la hojarasca.
Querido Manuel. Gracias por tus escritos que sigo con interés desde hace un tiempo. A veces creo que los entiendo y me emocionan.